El Paraíso

La promesa del Paraíso es el origen y el fin de nuestra vida. La razón de nuestra esperanza. De la única esperanza. La luz que guía nuestro caminar por esta vida.

En la Europa medieval, cuando las peregrinaciones determinaban en gran medida la configuración geopolítica del viejo continente, los peregrinos del Camino de Santiago al llegar a la última parada de su ruta, el Monte del Gozo, divisando ya la iglesia de Compostela, solían estallar con el grito de, ¡ULTREYA!.

 

Ultreya es una expresión de ánimo, un clamor de júbilo ante el inminente premio de las intensas jornadas de peregrinación. Con esta exclamación los peregrinos se decían unos a otros, que tan solo caminando un poco más allá, encontrarían al fin la tan ansiada y grande recompensa que su fatigoso camino les prometía. Ultreya significa ir más allá, llevar la vida, el camino, y el corazón, un poco más allá.

Independientemente de que, en mi opinión, las peregrinaciones del medioevo occidental fueron la natural reacción a la progresiva desconexión con el misterio en la que el cristianismo gobernado desde Roma se vio irremediablemente envuelto, lo cierto es, que la voz ultreya y su contexto de peregrinaje encierran en sí mismos el mayor anhelo del alma humana, el Paraíso.

El Paraíso, espiritualmente hablando, es la fe total en que existe un más allá definitivo. Esta certeza interior de una vida feliz cuando decimos nuestro último adiós a este mundo y a nuestros seres queridos es nuestra esperanza más profunda para mantenernos con pie firme en el camino de nuestra vida y la mejor motivación para peregrinar siempre un poco más allá.

Desafortunadamente, el tema “paraíso” hoy no está de moda. Esto se debe a que la inmensa mayoría de nuestras preocupaciones, distracciones, y pretensiones están tan absorbidas por las cosas del más acá, que todo atisbo de algún Edén sempiterno parece estar más asociado a la narrativa de alguna olvida leyenda antigua que a lo que en realidad nuestra fe nos hace esperar.

Digámoslo con otras palabras, si hoy en día la creciente la amenaza del encierro, aislamiento, y enfermedad nos supera, es porque nuestras razones para la esperanza son débiles, porque ya no nos interesa y no nos preguntamos de dónde venimos ni a dónde vamos. Y al final lo más triste no será estar encerrados por la pandemia; sino que cuando termine esta larga cuarentena mundial, no sepamos a dónde ir.

Para conservar viva nuestra esperanza mientras peregrinamos por este mundo necesitamos creer decididamente que el origen y destino de toda vida está en Dios y en su promesa de vida eterna que no llevará a un Paraíso donde solo existe la felicidad. Sin esta esperanza nunca tendremos salud espiritual.

Es precisamente esta añoranza del Paraíso, este inagotable deseo de nuestra imagen de encontrar su verdadero descanso en su propia fuente (inquieto está nuestro corazón hasta que no reposa en ti), el mejor y más eficaz ecualizador de nuestra sanidad interior. Toda espiritualidad saludable es un ejercicio de esperanza, un esfuerzo constante por hacer ultreya, por caminar un poco más allá hasta llegar al Paraíso.

Si has llegado hasta aquí, querido lector, te invito a que digas como los peregrinos de antaño, ¡Ultreya!, y continúes, pues, un poco más con tu lectura. Te prometo que juntos haremos una inolvidable excursión por los Jardines de la Eternidad.

EN ESTA PUBLICACIÓN:

EL PARAÍSO Y EL JARDÍN DEL EDEN

 

Al comenzar nuestro andar por este maravilloso vergel, las primeras flores que nos sorprenden son de un aroma y belleza tal que no hay palabras humanas capaces de describir semejante espectáculo. Con razón nuestra primera pregunta es sobre la clase de lugar en el que estamos. ¿Es el Paraíso un lugar? Sí; pero sin coordenadas espaciales.

Si bien es cierto que el relato bíblico de nuestra llegada a la existencia acontece en la paradisiaca armonía de un idílico lugar de Mesopotamia, desde nuestra fe, y hasta donde nos sea posible con nuestro humano razonar, hemos de ajustar nuestro entendimiento e imaginación para darle un adecuado sentido a nuestras creencias escatológicas. Este ejercicio de fe comienza con nuestra afirmación sin reservas de que el Paraíso es un lugar sin lugar; un lugar más allá del tiempo y el espacio.

Racionalmente hablando este es un planteamiento cuando menos atrevido, y en extremo difícil de sostener con meros argumentos demostrativos. Insisto, solo desde la fe en el Misterio de la Economía Salvífica de Dios puede nuestra inteligencia sobrepasarse a sí misma sin quebrantos y contemplar con los ojos del espíritu la realidad inefable de este Jardín Eterno y hermosísimo que Dios ha preparado para nosotros.

De este modo, entendemos que la representación del Jardín del Edén, como síntesis de cuanto podamos imaginar como Paraíso, cumple con el objetivo de inspirar y sostener nuestra interior añoranza de alcanzar el descanso final, donde ya no habrá más llanto ni dolor, sino solo alegría y felicidad.

¡Qué gusto encontrar tanta grandeza en estas primeras flores! Ellas nos hacen participar del Paraíso como ese sagrado y felicísimo lugar desde donde viene y hacia dónde va nuestra imagen. Un lugar que es más que un lugar porque en realidad lo llevamos dentro. Cuando la Gracia de Dios nos invade, ella hace que comencemos a vivir en el Paraíso desde lo más íntimo de nuestro ser.

De esto se trata la salud espiritual, de disfrutar al máximo el Paraíso mientras peregrinamos en este mundo, y de caminar confiados hacia la consumación de esta experiencia interna: el Paraíso como hogar y mundo definitivo al cual estamos destinados cuando nos alcance el final de nuestros días mortales.

EL PARAÍSO Y EL REINO DE LOS CIELOS

 

Cautivados aún por la sobrecogedora bonanza de las primeras lisonjas de los Jardines de la Eternidad, inmediatamente nos sentimos atraídos por la música y la paz de una fuente de aguas vivas, puras, celestiales. Hacia ella avanzamos y nos quedamos admirados al contemplar en esta fuente los reflejos del majestuoso Reino en que nos hemos adentrado y del que, su inigualable Jardín, es solo un extraordinario y embriagador adelanto. 

 

El Reino de los cielos se pareceasí iniciaba muchas de sus Parábolas Jesús, el Señor, cuando predicaba en su tierra natal. Siguiendo sus palabras y toda la tradición que de ellas se desprende, nuestro segundo cuestionamiento es el siguiente, ¿Es el Paraíso la recompensa merecida a una vida terrenal “religiosamente correcta”?

 

La respuesta es Sí; pero también hay que añadir que el Paraíso es más que el justo premio otorgado por Dios a sus servidores fieles e intachables cumplidores de sus mandamientos. Más que un mérito, el Paraíso es un regalo: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”, le promete Jesús a uno de los ladrones que muere junto a él en el Evangelio de Lucas, capítulo 23, versículo 43.

 

La fuente cristalina de este Reino y Jardín es la esperanza. Nada hay más saludable para nuestro espíritu que sus aguas. Sin este regalo perderíamos toda posibilidad de crecimiento interior.

EL PARAÍSO Y LA ESPIRITUALIDAD

 

Estando completamente embargados por la felicidad y paz sin nombre que emanan del manantial que recién hemos descubierto en nuestro andar, nos percatamos con inmenso regocijo que nuestro recorrido por el Jardín Divino nunca tendría fin, puesto que esta fuente de purísimas aguas es también la antesala de otros magníficos surtidores, y de enormes avenidas adornadas con toda suerte de flores y con una vegetación inenarrable.

Entonces caemos en la cuenta de que, en un lugar así, es donde siempre querríamos estar. Natural, pues, que brote de nuestro interior una tercera pregunta, ¿es el Paraíso un estado del alma? Sí; pero más allá de toda comprensión temporal. Esto quiere decir que, más que vivir en el Paraíso, se trata de que el Paraíso siempre viva en nosotros.

Para lograr esto es necesario desarrollar una auténtica espiritualidad saludable, una espiritualidad donde la esperanza de la vida eterna no solo sea un boleto seguro al más allá, sino también, y principalmente, el motor y el faro de cuanto ejercicio interior gobierne nuestra existencia. Se trata de que tengamos más que una simple esperanza de vida. El asunto de tener una verdadera espiritualidad va, fundamentalmente, de tener una esperanza que nos haga vivir.

Cuando la EZPERANZA es el sentimiento y la razón que preside nuestras vidas, todo temor paralizante, todo miedo a vivir y seguir peregrinando más allá, desaparecen; y con el desvanecimiento de nuestros temores (el miedo es la contraparte de la esperanza y el mayor obstáculo de la paz interior), es que comenzamos a desbloquear nuestro interior y a experimentar los beneficios incalculables de la salud espiritual.

EL PARAÍSO Y LA UNIÓN CON DIOS

 

Nuestro paseo por el Jardín de la Promesa llega a su clímax cuando somos rodeados y felizmente acompañados por las aves que se acercan a beber de sus fuentes, alegrando nuestro recorrido con sus trinos. A ellas se suman también para nuestro mayor beneplácito, las otras creaturas que pacíficamente y en perfecta armonía pueblan y disfrutan de este fantástico Edén.

 

Sí, estimado lector, el Paraíso es un Jardín habitado. Por lo que es absolutamente normal que nos miremos mutuamente hacíendonos una cuarta pregunta, ¿conservaremos nuestra identidad en el Paraíso? La respuesta es Sí; pero también hay que añadir que, sin dejar de ser quienes somos, estaremos unidos a Dios y en comunión de amor y gozo con todo el Paraíso.

 

Aquel que dijo en los Santos Evangelios, “Yo soy la Puerta” y “Yo soy la Vida, quien crea en Mí vivirá para siempre”, también dijo “Donde yo esté también estarán ustedes”. Sabiendo pues que su Resurrección es nuestra garantía de que su promesa de Vida Eterna será cumplida, este mismo acontecimiento de la Resurrección del Hijo de Dios al tercer día es también nuestra certera esperanza de que, en el Paraíso, seremos nosotros mismos, no estaremos solos, y viviremos en perfecta comunión con Dios y sus amigos.

 

Digámoslo de otro modo, sin Dios no hay Paraíso. Sin no vivimos de nuestro deseo de unirnos a Dios, sin la intención y el ejercicio de ser “deificados” por la gracia de Dios (theosis), nunca podremos vivir en el Paraíso. Y solo si conservamos íntegra nuestra individualidad y vivimos en comunión de amor personal con otros valdría la pena el Paraíso. Es decir, que sin el debido amor propio y sin comunidad, tampoco hay Paraíso.

 

Alguien me dijo una vez, hablando de su propia muerte, que si Dios no era bueno él no quería ir al cielo. Su expresión me hizo caer en la cuenta de cuán distinto es decir “Dios es bueno” solo por repetir lo que muchos dicen, a pronunciar esta frase habiendo tenido la experiencia interior de su desbordante, incondicional, y eterna bondad. Precisamente es esta experiencia de la Bondad Divina (que ha llegado al extremo de entregarnos a su Hijo y Resucitarlo de entre los muertos) la única razón posible que puede alimentar sin peros nuestra esperanza de inmortalidad y reencuentro con quienes amamos en el Paraíso.

EL PARAÍSO Y LA SALUD ESPIRITUAL

 

La salud espiritual es el cuidado perenne de nuestro jardín interior, de nuestro Paraíso interno como anticipo y preparación de la vida sin fin junto a Dios. De este modo, como seguramente ya te has percatado, nuestro entretenidísimo paseo por el Jardín más maravilloso jamás conocido y desconocido, culmina donde mismo empezó, dentro de nosotros.

Cuando aprendemos a dar el merecido valor y uso que este maravilloso Jardín tiene para nosotros, quedamos tan fascinado con él, que no nos queda más remedio que cuidar, proteger, y “mimar” el Paraíso. El recuento final de nuestra excursión no puede ser otro que el de comprometernos con todas nuestras fuerzas y recursos a expandir en nuestro interior una genuina espiritualidad saludable.

Los principales elementos para acceder a este inconmensurable premio del corazón ya los tenemos. Los dos primeros los descubrimos juntos en mis en mis dos anteriores publicaciones: la meditación y la imagen. El tercero, la esperanza, que nos ha ido llevando de la mano durante nuestro itinerario de hoy, ha venido a ser la joya de la corona; esta imprescindible y a veces olvidada diadema que no se ve a simple a simple vista pero que tiene mucho más valor que casi todas las riquezas de este mundo, la salud espiritual.

EPÍLOGO

El Paraíso es más que un lugar a dónde vamos después de la muerte; también es más que un merecido premio a nuestro buen comportamiento; igualmente es más que una simple forma de ser y estar de las “almas puras” cuando dejan este mundo. El Paraíso, aunque es más fácil pensar lo contrario, no es en ningún modo ser absorbido por la “energía divina” perdiendo así toda conexión con nuestra historia tal y como la vivimos y nos relacionamos con quienes nos acompañaron en vida.

El Paraíso es nuestra esperanza interior de peregrinar siempre más allá. La incorruptibilidad de esta esperanza está fundamentada en la certeza que da la fe en que nuestro Buenísimo Dios, habiendo dado como prueba definitiva la Resurrección de su Hijo, no dejará nunca, ni en esta vida, ni cuando dejemos este mundo, que la muerte y la maldad tengan la última palabra sobre nuestra existencia.

Para vivir en y desde esta realidad esperanzadora y edénica, donde siempre viven y gobiernan el amor, el gozo y la esperanza, es que desde aquí te invito siempre a que no dejes de cultivar una espiritualidad saludable. Entonces, y solo entonces, podremos ver con el corazón cuán hermoso es el Paraíso. Salud y paz.

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2 thoughts on “El Paraíso”

    1. Gracias, Keyla. Reflexionar sobre la SALUD ESPIRITUAL es relativamente nuevo. A medida que nuestra fe cristiana se fortalece y crece, nuestra espiritualidad se convierte en una fuente de salud corporal y psíquica. Dios te Bendiga, Salud y Paz.

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